viernes, 29 de febrero de 2008

Patagonia, II

A las seis de la mañana estás llegando a la gasolinera y ves las luces del camión ya arrancado. Te asustas, no quieres perderlo: aprietas el paso y al llegar descubres al chofer (pronúnciese así, a la francesa) mateando plácidamente con el encargado de la estación de servicio. Te les unes y al cabo del rato estás ya avanzando despacio por lo oscuro de la noche y por el ripio. Amanece poco a poco, y otra vez hay una muestra sutil de colores suaves y el aire quieto huele a cosa nueva, tal como si acabaran de retirarle el embalaje a la neblina que flota sobre el suelo en cada vado.

El viaje transcurre en conversaciones en las que de nuevo se suceden los mismos temas, en el mismo orden: la abuela 'gashega', el expolio español, la independencia, el expolio inglés, el expolio generalizado, la corrupción, Menem, el tuerto Kirchner, la posible, esperada, vuelta de la Argentina al lugar que merece. Temas regados con mate, por supuesto, y evitando entrar en el fútbol.

Al cabo de unas tres horas, el camión llega a su destino y a ti te da algo. Contrariamente a lo que pensabas, el destino no era un pueblo a mitad de camino entre Gregores y la ciudad de Perito Moreno, sino un "campamento" temporal de trabajadores en la ruta. Son tan grandes las distancias en esta zona del mundo, que para arreglar las carreteras sale más rentable montar un asentamiento en mitad de la nada para que los trabajadores duerman, que ir y venir de la ciudad más cercana. Para colmo, justo antes de apagar el camión, tu anfitrión te informa de que la ruta aún no está terminada en esta zona y que la mayor parte del tráfico hacia el norte prefiere dar un rodeo por San Julián o Piedra Buena. Vaya.

De modo que te ves de nuevo en mitad del desierto, ahora con el agravante de que ni siquiera estás en la ruta 40 propiamente hablando. Y bueno, la tarea de descargar los 30000 litros de combustible llevará probablemente todo el día, de modo que, a unas malas, piensas que si a la tarde no te ha recogido nadie, volverás a Gregores con el tráiler. Volver a Gregores, jamás pensaste en que esa perspectiva pudiera tranquilizarte ni un poquito. Lo primero es averiguar si alguien de la empresa va a ir hacia el norte en las próximas horas: nadie. Cuando salen de aquí, las camionetas de Petersen sólo vuelven hasta Gregores, te explican. Un poco más desanimado que de costumbre, te dispones a dejar pasar las horas junto a la ruta, por la que, desde que llegaste hace una hora, no ha pasado ni un sólo coche.


Así, te sientas a leer. Y pasa una hora, y vuelves a untarte protección solar, y sigues comiendo polvo. Ahora zumban un par de camionetas en dirección sur, y en las caras de las ocupantes adviertes la sorpresa de verte allí, donde nadie se sentó nunca. Pasan dos horas más y nada. Ni un sólo coche hacia Perito Moreno. (Por la vía de servicio de la obra, sin embargo, el tránsito es continuo de camiones y camionetas, que sólo consiguen ilusionarte un par de segundos cuando ves la columna de polvo, hasta que los identificas). Acabas el libro, lo empiezas de nuevo. Te cubres la cabeza con una camiseta. Te levantas, te sientas.

Miras alternativamente el progreso de la descarga de gasoil que ya comenzó, los camiones de la obra y el punto de la carretera en que aparecería quien te llevara, si apareciera. Y claro, aparece. Alejandro McLean, gerente y propietario de una empresa que monta naves industriales ("tinglados", lees luego en su tarjeta), detiene su coche. En realidad lo detiene casi porque no tiene más remedio: te plantas en mitad de la ruta y casi imploras, con los brazos en alto, dispuesto a convencer a quien sea como sea para salir de allí. "Necesito llegar, aunque sea, a Bajo Caracoles, necesito que me saques de aquí". "Sube, anda."

Incrédulo, dejas la mochila en el cajón de la camioneta, saludas con el brazo y sin ver al camionero amigo y entras. Con los nervios has metido el pie entero en el polvo de la cuneta, y este coche esta limpio, es nuevo. Procuras que no se note mucho, Alejandro te estrecha la mano y arranca. En un instante, vas a 120 kilómetros hora sobre el carril de tierra, disfrutando del aire acondicionado y de buen rock argentino. Ante su pregunta sorprendida, tratas de explicar cómo fuiste a parar a donde estabas, las indicaciones erróneas que te dieron, el malentendido: "¡La cagaste!", suelta con media sonrisa. 


Sólo esta alegría que sientes por dentro al volar sobre la llanura inmensa, sólo esta sensación de victoria que empieza a invadirte ahora en este coche puede compensar y compensa esa angustia de estar perdido, esa ansiedad que nunca dejaste crecer pero que siempre estuvo rondando en la cuneta. Invitas a Alejandro a comer en Bajo Caracoles (las cuatro casas que no pasan de venta o ventorrillo) y a la tarde llegáis a Perito Moreno. Allí, coincide que la gasolinera está justo al lado de la terminal de autobuses, y que el bus hacia el Bolsón sale en una hora. Tomas unos mates con Alejandro junto al coche, prometes escribirle un email, compras algo de fruta y subes al autobús, donde observas alguna cara conocida. No puedes evitar mirar de otra forma a los "exploradores", que seguramente ni han bajado del bus desde la última vez que los viste.

Tomas asiento y escribes. Lo único que empaña un poco la sonrisa grande que sientes por dentro es que aquellas personas con quienes la compartirías, para hacerla buena de verdad, están lejos. Lejos pero cerca. Son para ellas, estas líneas.



1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Ya estás en camino!
Con el calor y el polvo me pican los ojos al leerte.
Es fácil imaginarte con el palestino encima de la cabeza escudándote tras las gafas de sol.
También la cara al llegar por fin al autobús.
Sonríe del todo. ah! y de paso aprende algo de fútbol!si no es allí..
besos

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