Nunca lo tuviste muy claro: era más un deseo abstracto que una propuesta tangible o firme voluntad. Sabías algo de la ruta 40, esa carretera que atraviesa Argentina de punta a punta, de sur a norte o al revés. En ti evocaba sin remedio todo lo que de aventura y vida veías en este viaje, solo, en el Cono Sur, pero a la vez sabías improbable dar ese paso al frente que te expusiera a algunos de sus 5000Km, al polvo y el viento, al desierto patagónico de la 40.
Ya aquí, has llegado a El Chaltén desde El Calafate y el bus (turístico de más, con chofer anglófono y rosaditos exploradores occidentalísimos o de Israel) pisó la 40 en algunos kilómetros, pero tú ni lo notaste entreteniendo el paso con un libro o sueños. O con la vista del Cerro Torre y el Fitz Roy, míticas cumbres de la escalada andina que refulgen al fondo del valle como gemas. Ibas por ella, pero aún no estabas en la 40.
Fue sólo anoche, cuando te dijeron que no había plazas en el colectivo hacia el norte hasta dentro de tres días, que te lo planteaste en serio. Tan en serio como las cosas que la vida decide por uno, tan en serio como que tres días más en El Chaltén acabarían con tu paciencia y tu bolsillo.
De modo que hoy, 6:30 y tú en la carretera. Mientras el amanecer provoca colores insólitos en el cielo tras de las cumbres nevadas (crees primero que son gamas de azul, luego descubres el rojo que en gotas lo tiñe todo de violeta, tras la nieve), los primeros autos salen del pueblito y te ignoran duramente. Luego, sobre las siete, se abre el catálogo de los currelas de las obras del pueblo y el asfalto, gente oscura que maldice o que te indica con la mano que van y vuelven, que no te llevan. Pavimentan las calles de El Chaltén, y con eso tienen.
Tu pose sonriente, dedo alzado y mirar tranquilo, proviene y lo sabes de que es la primera vez que viajas así. Y sí, parte del desafío es esta iniciación, esta ceremonia de entrada al mundo del auto-stop, que tantas veces habías imaginado y que ahora afrontas, tan solo como puede estar alguien que esté solo en el fin del mundo, con su mochila. Porque 'hacer dedo' no es una forma de viajar barato. No para ti, no así, no aquí. Si todo viaje de verdad puede suponer un salto afuera, una aceptación a manos llenas de lo otro que nos reta (que nos reta a vivir), viajar en el auto de personas desconocidas maximiza el riesgo y
la exposición y la vida. Maximiza el viaje.
Y en esas cosas y en un libro de Castaneda entretienes los minutos y las horas sentado en la mochila bajo el sol, mientras una y otra vez pasan los autos y te dejan en tierra. Cada vez es mayor el esfuerzo por no abandonar tu aplomo, parece que comienzas a perder la paciencia. La 40 no pasa realmente por El Chaltén, y crees que saliendo hasta el cruce tendrás más posibilidades (es realmente bajo el número de coches que transitan por aquí). Decides tomar el colectivo de la una y media hasta ese punto, 90 kilómetros.
Cuando desciendes del bus y ves la nada, el páramo agreste que cunde en las cuatro direcciones, surcado por el viento y la 40, te ríes por dentro. Los "exploradores" te han mirado con sorpresa al bajar ("dónde irá este"), y el chofer te estrecha la mano, te pregunta si vas a hacer dedo y te desea "suerte, papi".
Te has reído por dentro y esa risa te eleva, pero al mismo tiempo, al ver el bus partir y medir la distancia durante largos minutos hasta que es sólo un punto verde indistinguible, te preguntas cuánto durará, si no habrás expuesto demasiado, si te recogerá alguien en este desierto a horas de ninguna parte: cómo pasar la noche aquí. Tienes agua y comida, tienes tiempo. Buscas con la mirada una sombra o un lugar propicio con buena visibilidad y acabas sentada en el lugar donde estás, junto a una señal que indica 153 kilómetros hasta el primer lugar habitado. Sacas el libro, bebes un trago de agua y esperas.
Tras cuatro horas infructuosas en las que han pasado no más de 10 coches en la dirección adecuada empiezas a considerar cruzarte al otro lado e intentar volver a El Calafate, que parece más fácil de conseguir. En ese momento, una camioneta blanca enciende el intermitente y para al fin. Con este tipo (administrativo de una empresa de construcción que pavimenta algún tramo de la 40 más abajo) pasas las 3 horas siguientes, hasta llegar a Gobernador Gregores.
Juanjo tiene 26 años y, como toda la gente aquí, un abuelo 'gashego'. Salió huyendo hace unos meses de Tucumán, en el norte, tras estrellar por tercera vez su auto y separarse de la madre de su hijo. Conduce a 120 por el ripio (carril sin asfaltar) y habla de Carlos Sáinz y de venir a Europa. Los bajos de la camioneta golpean el piso sin cesar, y el polvo se cuela en la cabina por todos los resquicios del chasis desvencijado. Juanjo recorre esta desolada región inmensa, sin nadie,
esquivando a veces guanacos o ñandúes, escuchando cumbia ("Nuevas lunas") en el altavoz del móvil, y sacándote del primer apuro serio de este juego límite.
Juanjo te trae hasta Gregores y te ayuda a buscar alojamiento. Te dice que, sobre las 7, salen furgonetas con empleados de Petersen, una empresa situada en la 40, de la que Gregores está separada unos 85 kilómetros. Siguiendo su consejo, te quitas el polvo en la ducha ruinosa de la pensión y te acercas a la gasolinera donde nadie sabe nada, y donde tropiezas ya con la aventura de mañana. Un tipo y su hijo de 9 años van en tu dirección, y se ofrecen a llevarte. "¿Sabés cebar el mate?" es la única condición.
A unos metros de distancia, enorme y señalado por la barbilla de su conductor, está aparcado el camión cisterna de YPF que hasta ahora no habías visto y que será tu transporte mañana. 30000 litros de gasoil, a 50 kilómetros por hora, tomando mates, a las seis de la mañana. Cenas y descansas: sueñas con el páramo, con la Patagonia.
jueves, 28 de febrero de 2008
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