jueves, 21 de febrero de 2008

Parte polar, 16: la Ventana del Chileno

Bahía Balleneros está en el interior de la isla Decepción, en Puerto Foster. Forma un semicírculo dentro de la herradura que queda del volcán que fue la isla, y es uno de los sitios antárticos catalogados como históricos. En la orilla del mar, el suelo volcánico evapora el agua de la playa elevando nubes de vapor en una luz misteriosa. Allí, de la base antártica británica queda un hangar y el módulo principal (Biscoe House), y de la industria ballenera casetas destartaladas, bidones oxidados del tamaño de edificios, barriles descompuestos y, claro, huesos.









Caminar por esta zona provoca una mezcla de fascinación e inquietud, una cierta reverencia por el trabajo durísimo de los que aquí vivieron (y perdieron la vida: el cementerio quedó sepultado en la última erupción: quedan dos cruces solitarias en un campo de piedra pómez). Fue en 1911 cuando una empresa ballenera noruega estableció por primera vez un asentamiento en la Isla Decepción. Era una planta para procesar las capturas y trasladar la materia prima hacia el norte consumidor. Veinte años duró el negocio y la empresa: lo que tardó en venirse abajo el precio del aceite de ballena.

Más tarde, 1944, en plena tensión guerrera, los británicos establecieron una base en la bahía, haciendo uso de algunos de los edificios abandonados por los noruegos. Oficialmente, la misión de la base fue "la meteorología y la operación de una pista aérea de apoyo a actividades de reconocimiento y a las otras bases británicas en la Península Antártica". La batalla por la Antártida estaba en su apogeo. Pero fue la propia isla la que rechazó al hombre, en las sucesivas
erupciones del 1967, 1968 y 1970. Desde aquél momento, Bahía Balleneros es un museo de la devastación, un catálogo de erosiones y derrumbamientos. En dos filas paralelas, los grandes depósitos de aceite, de diez metros de diámetro y altura se oxidan bajo la niebla.

Enormes tuberías en su base testimonian la circulación de litros y litros de aceite de ballena, calentado para que no solidificara. Tu voz se multiplica de una forma extraña en el interior del cilindro, suavemente iluminado por los agujeros en el techo.

(Junto a la playa, queda el testimonio de una estructura, también metálica y oxidada, que podría haber conducido el aceite hasta los buques noruegos. Pasas a su lado y, por entre los agujeros que el mar provocó en su chapa oyes un rugido. Te asomas para recibir el impacto de un nuevo sobresalto: un lobo marino se ha colado en el recinto que queda bajo el metal oxidado y te enseña los dientes gritando amenazador. Nunca un susto te hizo tanta gracia, ni fue motivo de tanta ilusión. Prosigues bordeando la playa.)


Más allá de los derruidos edificios de madera de la empresa, unas lanchas balleneras se descomponen cubiertas de líquenes. De unos ocho o diez metros de eslora, tienen una sóla abertura en cubierta. Una vez que los arpones habían sido clavados en el lomo del bicho, la escotilla era cerrada herméticamente con los hombres dentro. La lucha desbocada del cetáceo por sumergirse hacia el silencio del abismo azul era frenada por la boya de madera que formaba la lancha y sus tripulantes. La ballena claudicaba y, flotando, era acercada al buque para su despiece.

Aún más allá, un grupo de unos cien barriles de madera para el aceite, en su día colocados de pie, a ocho o diez por banda, yacen semienterrados en el piroclasto (la diabólica arena volcánica). Los hierros devorados por los sulfuros, y las duelas abiertas, formando hoy extrañas flores grises que emergen de la arena negra. 

Finalmente, en el borde del cráter que es la isla, por encima de los barriles, hay un collado que llaman "la Ventana del Chileno". Una historia habla de que los integrantes de la base antártica chilena de Decepción huyeron por ese sitio durante la erupción del 1970. Otra cuenta que, cuando estaba la factoría ballenera en pleno trabajo, el buque que traía al pagador venía, una vez al mes, a repartir los sueldos de las 2000 personas que sufrían el crudo clima de la isla. Cuando se aproximaba la fecha, siempre había alguien asomado al collado para ver si el buque aparecía, para desear que apareciera. El pagador venía acompañado de una troupe de prostitutas, imaginas que mucho más esperadas que el dinero en un lugar en que éste no servía para gran cosa. Casi puedes sentir, entre los escombros de las casetas, la conmoción que recorría al asentamiento cuando alguien gritaba desde La Ventana al avistar el barco. Al cabo de unos días, el buque partía de nuevo con las prostitutas: también con gran parte del dinero que, en un negocio redondo, había pasado de las manos avaras a las temblorosas de los balleneros, y de estas de vuelta a las manos usureras del patrón. Te imaginas que una mínima parte quedaría en las últimas de las últimas: las manos de las prostitutas. 

"El Chileno" era el nombre del buque del pagador.

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