A las seis de la mañana estás llegando a la gasolinera y ves las luces del camión ya arrancado. Te asustas, no quieres perderlo: aprietas el paso y al llegar descubres al chofer (pronúnciese así, a la francesa) mateando plácidamente con el encargado de la estación de servicio. Te les unes y al cabo del rato estás ya avanzando despacio por lo oscuro de la noche y por el ripio. Amanece poco a poco, y otra vez hay una muestra sutil de colores suaves y el aire quieto huele a cosa nueva, tal como si acabaran de retirarle el embalaje a la neblina que flota sobre el suelo en cada vado.
El viaje transcurre en conversaciones en las que de nuevo se suceden los mismos temas, en el mismo orden: la abuela 'gashega', el expolio español, la independencia, el expolio inglés, el expolio generalizado, la corrupción, Menem, el tuerto Kirchner, la posible, esperada, vuelta de la Argentina al lugar que merece. Temas regados con mate, por supuesto, y evitando entrar en el fútbol.
Al cabo de unas tres horas, el camión llega a su destino y a ti te da algo. Contrariamente a lo que pensabas, el destino no era un pueblo a mitad de camino entre Gregores y la ciudad de Perito Moreno, sino un "campamento" temporal de trabajadores en la ruta. Son tan grandes las distancias en esta zona del mundo, que para arreglar las carreteras sale más rentable montar un asentamiento en mitad de la nada para que los trabajadores duerman, que ir y venir de la ciudad más cercana. Para colmo, justo antes de apagar el camión, tu anfitrión te informa de que la ruta aún no está terminada en esta zona y que la mayor parte del tráfico hacia el norte prefiere dar un rodeo por San Julián o Piedra Buena. Vaya.
De modo que te ves de nuevo en mitad del desierto, ahora con el agravante de que ni siquiera estás en la ruta 40 propiamente hablando. Y bueno, la tarea de descargar los 30000 litros de combustible llevará probablemente todo el día, de modo que, a unas malas, piensas que si a la tarde no te ha recogido nadie, volverás a Gregores con el tráiler. Volver a Gregores, jamás pensaste en que esa perspectiva pudiera tranquilizarte ni un poquito. Lo primero es averiguar si alguien de la empresa va a ir hacia el norte en las próximas horas: nadie. Cuando salen de aquí, las camionetas de Petersen sólo vuelven hasta Gregores, te explican. Un poco más desanimado que de costumbre, te dispones a dejar pasar las horas junto a la ruta, por la que, desde que llegaste hace una hora, no ha pasado ni un sólo coche.
Así, te sientas a leer. Y pasa una hora, y vuelves a untarte protección solar, y sigues comiendo polvo. Ahora zumban un par de camionetas en dirección sur, y en las caras de las ocupantes adviertes la sorpresa de verte allí, donde nadie se sentó nunca. Pasan dos horas más y nada. Ni un sólo coche hacia Perito Moreno. (Por la vía de servicio de la obra, sin embargo, el tránsito es continuo de camiones y camionetas, que sólo consiguen ilusionarte un par de segundos cuando ves la columna de polvo, hasta que los identificas). Acabas el libro, lo empiezas de nuevo. Te cubres la cabeza con una camiseta. Te levantas, te sientas.
Miras alternativamente el progreso de la descarga de gasoil que ya comenzó, los camiones de la obra y el punto de la carretera en que aparecería quien te llevara, si apareciera. Y claro, aparece. Alejandro McLean, gerente y propietario de una empresa que monta naves industriales ("tinglados", lees luego en su tarjeta), detiene su coche. En realidad lo detiene casi porque no tiene más remedio: te plantas en mitad de la ruta y casi imploras, con los brazos en alto, dispuesto a convencer a quien sea como sea para salir de allí. "Necesito llegar, aunque sea, a Bajo Caracoles, necesito que me saques de aquí". "Sube, anda."
Incrédulo, dejas la mochila en el cajón de la camioneta, saludas con el brazo y sin ver al camionero amigo y entras. Con los nervios has metido el pie entero en el polvo de la cuneta, y este coche esta limpio, es nuevo. Procuras que no se note mucho, Alejandro te estrecha la mano y arranca. En un instante, vas a 120 kilómetros hora sobre el carril de tierra, disfrutando del aire acondicionado y de buen rock argentino. Ante su pregunta sorprendida, tratas de explicar cómo fuiste a parar a donde estabas, las indicaciones erróneas que te dieron, el malentendido: "¡La cagaste!", suelta con media sonrisa.
Sólo esta alegría que sientes por dentro al volar sobre la llanura inmensa, sólo esta sensación de victoria que empieza a invadirte ahora en este coche puede compensar y compensa esa angustia de estar perdido, esa ansiedad que nunca dejaste crecer pero que siempre estuvo rondando en la cuneta. Invitas a Alejandro a comer en Bajo Caracoles (las cuatro casas que no pasan de venta o ventorrillo) y a la tarde llegáis a Perito Moreno. Allí, coincide que la gasolinera está justo al lado de la terminal de autobuses, y que el bus hacia el Bolsón sale en una hora. Tomas unos mates con Alejandro junto al coche, prometes escribirle un email, compras algo de fruta y subes al autobús, donde observas alguna cara conocida. No puedes evitar mirar de otra forma a los "exploradores", que seguramente ni han bajado del bus desde la última vez que los viste.
Tomas asiento y escribes. Lo único que empaña un poco la sonrisa grande que sientes por dentro es que aquellas personas con quienes la compartirías, para hacerla buena de verdad, están lejos. Lejos pero cerca. Son para ellas, estas líneas.
viernes, 29 de febrero de 2008
jueves, 28 de febrero de 2008
Patagonia, I
Nunca lo tuviste muy claro: era más un deseo abstracto que una propuesta tangible o firme voluntad. Sabías algo de la ruta 40, esa carretera que atraviesa Argentina de punta a punta, de sur a norte o al revés. En ti evocaba sin remedio todo lo que de aventura y vida veías en este viaje, solo, en el Cono Sur, pero a la vez sabías improbable dar ese paso al frente que te expusiera a algunos de sus 5000Km, al polvo y el viento, al desierto patagónico de la 40.
Ya aquí, has llegado a El Chaltén desde El Calafate y el bus (turístico de más, con chofer anglófono y rosaditos exploradores occidentalísimos o de Israel) pisó la 40 en algunos kilómetros, pero tú ni lo notaste entreteniendo el paso con un libro o sueños. O con la vista del Cerro Torre y el Fitz Roy, míticas cumbres de la escalada andina que refulgen al fondo del valle como gemas. Ibas por ella, pero aún no estabas en la 40.
Fue sólo anoche, cuando te dijeron que no había plazas en el colectivo hacia el norte hasta dentro de tres días, que te lo planteaste en serio. Tan en serio como las cosas que la vida decide por uno, tan en serio como que tres días más en El Chaltén acabarían con tu paciencia y tu bolsillo.
De modo que hoy, 6:30 y tú en la carretera. Mientras el amanecer provoca colores insólitos en el cielo tras de las cumbres nevadas (crees primero que son gamas de azul, luego descubres el rojo que en gotas lo tiñe todo de violeta, tras la nieve), los primeros autos salen del pueblito y te ignoran duramente. Luego, sobre las siete, se abre el catálogo de los currelas de las obras del pueblo y el asfalto, gente oscura que maldice o que te indica con la mano que van y vuelven, que no te llevan. Pavimentan las calles de El Chaltén, y con eso tienen.
Tu pose sonriente, dedo alzado y mirar tranquilo, proviene y lo sabes de que es la primera vez que viajas así. Y sí, parte del desafío es esta iniciación, esta ceremonia de entrada al mundo del auto-stop, que tantas veces habías imaginado y que ahora afrontas, tan solo como puede estar alguien que esté solo en el fin del mundo, con su mochila. Porque 'hacer dedo' no es una forma de viajar barato. No para ti, no así, no aquí. Si todo viaje de verdad puede suponer un salto afuera, una aceptación a manos llenas de lo otro que nos reta (que nos reta a vivir), viajar en el auto de personas desconocidas maximiza el riesgo y
la exposición y la vida. Maximiza el viaje.
Y en esas cosas y en un libro de Castaneda entretienes los minutos y las horas sentado en la mochila bajo el sol, mientras una y otra vez pasan los autos y te dejan en tierra. Cada vez es mayor el esfuerzo por no abandonar tu aplomo, parece que comienzas a perder la paciencia. La 40 no pasa realmente por El Chaltén, y crees que saliendo hasta el cruce tendrás más posibilidades (es realmente bajo el número de coches que transitan por aquí). Decides tomar el colectivo de la una y media hasta ese punto, 90 kilómetros.
Cuando desciendes del bus y ves la nada, el páramo agreste que cunde en las cuatro direcciones, surcado por el viento y la 40, te ríes por dentro. Los "exploradores" te han mirado con sorpresa al bajar ("dónde irá este"), y el chofer te estrecha la mano, te pregunta si vas a hacer dedo y te desea "suerte, papi".
Te has reído por dentro y esa risa te eleva, pero al mismo tiempo, al ver el bus partir y medir la distancia durante largos minutos hasta que es sólo un punto verde indistinguible, te preguntas cuánto durará, si no habrás expuesto demasiado, si te recogerá alguien en este desierto a horas de ninguna parte: cómo pasar la noche aquí. Tienes agua y comida, tienes tiempo. Buscas con la mirada una sombra o un lugar propicio con buena visibilidad y acabas sentada en el lugar donde estás, junto a una señal que indica 153 kilómetros hasta el primer lugar habitado. Sacas el libro, bebes un trago de agua y esperas.
Tras cuatro horas infructuosas en las que han pasado no más de 10 coches en la dirección adecuada empiezas a considerar cruzarte al otro lado e intentar volver a El Calafate, que parece más fácil de conseguir. En ese momento, una camioneta blanca enciende el intermitente y para al fin. Con este tipo (administrativo de una empresa de construcción que pavimenta algún tramo de la 40 más abajo) pasas las 3 horas siguientes, hasta llegar a Gobernador Gregores.
Juanjo tiene 26 años y, como toda la gente aquí, un abuelo 'gashego'. Salió huyendo hace unos meses de Tucumán, en el norte, tras estrellar por tercera vez su auto y separarse de la madre de su hijo. Conduce a 120 por el ripio (carril sin asfaltar) y habla de Carlos Sáinz y de venir a Europa. Los bajos de la camioneta golpean el piso sin cesar, y el polvo se cuela en la cabina por todos los resquicios del chasis desvencijado. Juanjo recorre esta desolada región inmensa, sin nadie,
esquivando a veces guanacos o ñandúes, escuchando cumbia ("Nuevas lunas") en el altavoz del móvil, y sacándote del primer apuro serio de este juego límite.
Juanjo te trae hasta Gregores y te ayuda a buscar alojamiento. Te dice que, sobre las 7, salen furgonetas con empleados de Petersen, una empresa situada en la 40, de la que Gregores está separada unos 85 kilómetros. Siguiendo su consejo, te quitas el polvo en la ducha ruinosa de la pensión y te acercas a la gasolinera donde nadie sabe nada, y donde tropiezas ya con la aventura de mañana. Un tipo y su hijo de 9 años van en tu dirección, y se ofrecen a llevarte. "¿Sabés cebar el mate?" es la única condición.
A unos metros de distancia, enorme y señalado por la barbilla de su conductor, está aparcado el camión cisterna de YPF que hasta ahora no habías visto y que será tu transporte mañana. 30000 litros de gasoil, a 50 kilómetros por hora, tomando mates, a las seis de la mañana. Cenas y descansas: sueñas con el páramo, con la Patagonia.
Ya aquí, has llegado a El Chaltén desde El Calafate y el bus (turístico de más, con chofer anglófono y rosaditos exploradores occidentalísimos o de Israel) pisó la 40 en algunos kilómetros, pero tú ni lo notaste entreteniendo el paso con un libro o sueños. O con la vista del Cerro Torre y el Fitz Roy, míticas cumbres de la escalada andina que refulgen al fondo del valle como gemas. Ibas por ella, pero aún no estabas en la 40.
Fue sólo anoche, cuando te dijeron que no había plazas en el colectivo hacia el norte hasta dentro de tres días, que te lo planteaste en serio. Tan en serio como las cosas que la vida decide por uno, tan en serio como que tres días más en El Chaltén acabarían con tu paciencia y tu bolsillo.
De modo que hoy, 6:30 y tú en la carretera. Mientras el amanecer provoca colores insólitos en el cielo tras de las cumbres nevadas (crees primero que son gamas de azul, luego descubres el rojo que en gotas lo tiñe todo de violeta, tras la nieve), los primeros autos salen del pueblito y te ignoran duramente. Luego, sobre las siete, se abre el catálogo de los currelas de las obras del pueblo y el asfalto, gente oscura que maldice o que te indica con la mano que van y vuelven, que no te llevan. Pavimentan las calles de El Chaltén, y con eso tienen.
Tu pose sonriente, dedo alzado y mirar tranquilo, proviene y lo sabes de que es la primera vez que viajas así. Y sí, parte del desafío es esta iniciación, esta ceremonia de entrada al mundo del auto-stop, que tantas veces habías imaginado y que ahora afrontas, tan solo como puede estar alguien que esté solo en el fin del mundo, con su mochila. Porque 'hacer dedo' no es una forma de viajar barato. No para ti, no así, no aquí. Si todo viaje de verdad puede suponer un salto afuera, una aceptación a manos llenas de lo otro que nos reta (que nos reta a vivir), viajar en el auto de personas desconocidas maximiza el riesgo y
la exposición y la vida. Maximiza el viaje.
Y en esas cosas y en un libro de Castaneda entretienes los minutos y las horas sentado en la mochila bajo el sol, mientras una y otra vez pasan los autos y te dejan en tierra. Cada vez es mayor el esfuerzo por no abandonar tu aplomo, parece que comienzas a perder la paciencia. La 40 no pasa realmente por El Chaltén, y crees que saliendo hasta el cruce tendrás más posibilidades (es realmente bajo el número de coches que transitan por aquí). Decides tomar el colectivo de la una y media hasta ese punto, 90 kilómetros.
Cuando desciendes del bus y ves la nada, el páramo agreste que cunde en las cuatro direcciones, surcado por el viento y la 40, te ríes por dentro. Los "exploradores" te han mirado con sorpresa al bajar ("dónde irá este"), y el chofer te estrecha la mano, te pregunta si vas a hacer dedo y te desea "suerte, papi".
Te has reído por dentro y esa risa te eleva, pero al mismo tiempo, al ver el bus partir y medir la distancia durante largos minutos hasta que es sólo un punto verde indistinguible, te preguntas cuánto durará, si no habrás expuesto demasiado, si te recogerá alguien en este desierto a horas de ninguna parte: cómo pasar la noche aquí. Tienes agua y comida, tienes tiempo. Buscas con la mirada una sombra o un lugar propicio con buena visibilidad y acabas sentada en el lugar donde estás, junto a una señal que indica 153 kilómetros hasta el primer lugar habitado. Sacas el libro, bebes un trago de agua y esperas.
Tras cuatro horas infructuosas en las que han pasado no más de 10 coches en la dirección adecuada empiezas a considerar cruzarte al otro lado e intentar volver a El Calafate, que parece más fácil de conseguir. En ese momento, una camioneta blanca enciende el intermitente y para al fin. Con este tipo (administrativo de una empresa de construcción que pavimenta algún tramo de la 40 más abajo) pasas las 3 horas siguientes, hasta llegar a Gobernador Gregores.
Juanjo tiene 26 años y, como toda la gente aquí, un abuelo 'gashego'. Salió huyendo hace unos meses de Tucumán, en el norte, tras estrellar por tercera vez su auto y separarse de la madre de su hijo. Conduce a 120 por el ripio (carril sin asfaltar) y habla de Carlos Sáinz y de venir a Europa. Los bajos de la camioneta golpean el piso sin cesar, y el polvo se cuela en la cabina por todos los resquicios del chasis desvencijado. Juanjo recorre esta desolada región inmensa, sin nadie,
esquivando a veces guanacos o ñandúes, escuchando cumbia ("Nuevas lunas") en el altavoz del móvil, y sacándote del primer apuro serio de este juego límite.
Juanjo te trae hasta Gregores y te ayuda a buscar alojamiento. Te dice que, sobre las 7, salen furgonetas con empleados de Petersen, una empresa situada en la 40, de la que Gregores está separada unos 85 kilómetros. Siguiendo su consejo, te quitas el polvo en la ducha ruinosa de la pensión y te acercas a la gasolinera donde nadie sabe nada, y donde tropiezas ya con la aventura de mañana. Un tipo y su hijo de 9 años van en tu dirección, y se ofrecen a llevarte. "¿Sabés cebar el mate?" es la única condición.
A unos metros de distancia, enorme y señalado por la barbilla de su conductor, está aparcado el camión cisterna de YPF que hasta ahora no habías visto y que será tu transporte mañana. 30000 litros de gasoil, a 50 kilómetros por hora, tomando mates, a las seis de la mañana. Cenas y descansas: sueñas con el páramo, con la Patagonia.
viernes, 22 de febrero de 2008
Parte polar, 17
Abandonas la isla sin pena. Has pasado en Decepción menos de quince días en total, y sabes que no has llegado a ser de aquí. Sin embargo, te llevas el rasguño de haber pertenecido a esta extraña comunidad, la que forman diez militares escogidos y unos veinte apasionados científicos.
Por el lado castrense, recordarás esta misión del Ejército de Tierra en la Antártida por su sentido del humor. Partiendo del Comandante (al que todo el mundo llama simplemente "Jefe", y quien conquistó de ti ese tratamiento también, sin ser tú nada de eso), se propaga a todos los miembros de la unidad y no hay conversación sin chiste o ironía, sin ese uso preciso del sarcasmo que tanto disfrutas.
Para ellos es un lujo estar aquí, esta es una misión absolutamente excepcional. De nuevo nombres inquietantes planean sobre sus vidas, pasado y futuro pueden llamarse Kosovo, Afganistán o Líbano, y el color sucio perlado de Decepción forma un paréntesis soñado, un remanso de nieve sólo afectado por la voz de sus familias al teléfono, tan lejos. Tienen suerte de estar aquí, lo saben. Y lo demuestran cada día con su arrojo, su entrega y su alegría.
El lado de los científicos lo conoces más. Sabes de cerca lo vacía que está la palabra Ciencia cuando rueda por despachos y pasillos, el nimio lugar que ocupa en la escala de prioridades de tantos que de ella comen. Recubierta de una dura capa de burocracia, sometida al interés individual por medrar, queda poca Ciencia en universidades y centros de investigación.
Así, resulta preciosa la voluntad de los que vienen aquí a poner en marcha la Ciencia de esa forma que imaginabas pero que rara vez habías podido ver. Personas geólogas, vulcanólogas, biólogas o meteorólogas, gente enamorada de su disciplina y capaz de trabajar cada día, por ejemplo, más de ocho horas en una playa batida por el viento y el aguanieve, que luego completan a la noche, tras la cena, con otras cuatro o cinco horas en un laboratorio de campaña frío y mal iluminado.
Mucho has aprendido de estas personas y mucho agradeces al subir a la zodiac que al buque te lleva. Abandonas la isla sin pena, pero un pellizco por dentro confirma que no eres ya del todo la misma persona que hace un mes llegara, que no estás intacta. El increíble paisaje, los bichos y matas que aquí resisten, y un
puñado de personas buenas te mandan a casa cambiado por dentro. Crecido y sonriente.
----
Pero no, no es a casa a donde el buque te lleva: tienes por delante
cuatro días de navegación hasta Punta Arenas, Chile, y luego un mes
para llegar a Buenos Aires. Para empezar, hacia el norte inabarcable,
la Patagonia espera...
Por el lado castrense, recordarás esta misión del Ejército de Tierra en la Antártida por su sentido del humor. Partiendo del Comandante (al que todo el mundo llama simplemente "Jefe", y quien conquistó de ti ese tratamiento también, sin ser tú nada de eso), se propaga a todos los miembros de la unidad y no hay conversación sin chiste o ironía, sin ese uso preciso del sarcasmo que tanto disfrutas.
Para ellos es un lujo estar aquí, esta es una misión absolutamente excepcional. De nuevo nombres inquietantes planean sobre sus vidas, pasado y futuro pueden llamarse Kosovo, Afganistán o Líbano, y el color sucio perlado de Decepción forma un paréntesis soñado, un remanso de nieve sólo afectado por la voz de sus familias al teléfono, tan lejos. Tienen suerte de estar aquí, lo saben. Y lo demuestran cada día con su arrojo, su entrega y su alegría.
El lado de los científicos lo conoces más. Sabes de cerca lo vacía que está la palabra Ciencia cuando rueda por despachos y pasillos, el nimio lugar que ocupa en la escala de prioridades de tantos que de ella comen. Recubierta de una dura capa de burocracia, sometida al interés individual por medrar, queda poca Ciencia en universidades y centros de investigación.
Así, resulta preciosa la voluntad de los que vienen aquí a poner en marcha la Ciencia de esa forma que imaginabas pero que rara vez habías podido ver. Personas geólogas, vulcanólogas, biólogas o meteorólogas, gente enamorada de su disciplina y capaz de trabajar cada día, por ejemplo, más de ocho horas en una playa batida por el viento y el aguanieve, que luego completan a la noche, tras la cena, con otras cuatro o cinco horas en un laboratorio de campaña frío y mal iluminado.
Mucho has aprendido de estas personas y mucho agradeces al subir a la zodiac que al buque te lleva. Abandonas la isla sin pena, pero un pellizco por dentro confirma que no eres ya del todo la misma persona que hace un mes llegara, que no estás intacta. El increíble paisaje, los bichos y matas que aquí resisten, y un
puñado de personas buenas te mandan a casa cambiado por dentro. Crecido y sonriente.
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Pero no, no es a casa a donde el buque te lleva: tienes por delante
cuatro días de navegación hasta Punta Arenas, Chile, y luego un mes
para llegar a Buenos Aires. Para empezar, hacia el norte inabarcable,
la Patagonia espera...
jueves, 21 de febrero de 2008
Parte polar, 16: la Ventana del Chileno
Bahía Balleneros está en el interior de la isla Decepción, en Puerto Foster. Forma un semicírculo dentro de la herradura que queda del volcán que fue la isla, y es uno de los sitios antárticos catalogados como históricos. En la orilla del mar, el suelo volcánico evapora el agua de la playa elevando nubes de vapor en una luz misteriosa. Allí, de la base antártica británica queda un hangar y el módulo principal (Biscoe House), y de la industria ballenera casetas destartaladas, bidones oxidados del tamaño de edificios, barriles descompuestos y, claro, huesos.
Caminar por esta zona provoca una mezcla de fascinación e inquietud, una cierta reverencia por el trabajo durísimo de los que aquí vivieron (y perdieron la vida: el cementerio quedó sepultado en la última erupción: quedan dos cruces solitarias en un campo de piedra pómez). Fue en 1911 cuando una empresa ballenera noruega estableció por primera vez un asentamiento en la Isla Decepción. Era una planta para procesar las capturas y trasladar la materia prima hacia el norte consumidor. Veinte años duró el negocio y la empresa: lo que tardó en venirse abajo el precio del aceite de ballena.
Más tarde, 1944, en plena tensión guerrera, los británicos establecieron una base en la bahía, haciendo uso de algunos de los edificios abandonados por los noruegos. Oficialmente, la misión de la base fue "la meteorología y la operación de una pista aérea de apoyo a actividades de reconocimiento y a las otras bases británicas en la Península Antártica". La batalla por la Antártida estaba en su apogeo. Pero fue la propia isla la que rechazó al hombre, en las sucesivas
erupciones del 1967, 1968 y 1970. Desde aquél momento, Bahía Balleneros es un museo de la devastación, un catálogo de erosiones y derrumbamientos. En dos filas paralelas, los grandes depósitos de aceite, de diez metros de diámetro y altura se oxidan bajo la niebla.
Enormes tuberías en su base testimonian la circulación de litros y litros de aceite de ballena, calentado para que no solidificara. Tu voz se multiplica de una forma extraña en el interior del cilindro, suavemente iluminado por los agujeros en el techo.
(Junto a la playa, queda el testimonio de una estructura, también metálica y oxidada, que podría haber conducido el aceite hasta los buques noruegos. Pasas a su lado y, por entre los agujeros que el mar provocó en su chapa oyes un rugido. Te asomas para recibir el impacto de un nuevo sobresalto: un lobo marino se ha colado en el recinto que queda bajo el metal oxidado y te enseña los dientes gritando amenazador. Nunca un susto te hizo tanta gracia, ni fue motivo de tanta ilusión. Prosigues bordeando la playa.)
Más allá de los derruidos edificios de madera de la empresa, unas lanchas balleneras se descomponen cubiertas de líquenes. De unos ocho o diez metros de eslora, tienen una sóla abertura en cubierta. Una vez que los arpones habían sido clavados en el lomo del bicho, la escotilla era cerrada herméticamente con los hombres dentro. La lucha desbocada del cetáceo por sumergirse hacia el silencio del abismo azul era frenada por la boya de madera que formaba la lancha y sus tripulantes. La ballena claudicaba y, flotando, era acercada al buque para su despiece.
Aún más allá, un grupo de unos cien barriles de madera para el aceite, en su día colocados de pie, a ocho o diez por banda, yacen semienterrados en el piroclasto (la diabólica arena volcánica). Los hierros devorados por los sulfuros, y las duelas abiertas, formando hoy extrañas flores grises que emergen de la arena negra.
Finalmente, en el borde del cráter que es la isla, por encima de los barriles, hay un collado que llaman "la Ventana del Chileno". Una historia habla de que los integrantes de la base antártica chilena de Decepción huyeron por ese sitio durante la erupción del 1970. Otra cuenta que, cuando estaba la factoría ballenera en pleno trabajo, el buque que traía al pagador venía, una vez al mes, a repartir los sueldos de las 2000 personas que sufrían el crudo clima de la isla. Cuando se aproximaba la fecha, siempre había alguien asomado al collado para ver si el buque aparecía, para desear que apareciera. El pagador venía acompañado de una troupe de prostitutas, imaginas que mucho más esperadas que el dinero en un lugar en que éste no servía para gran cosa. Casi puedes sentir, entre los escombros de las casetas, la conmoción que recorría al asentamiento cuando alguien gritaba desde La Ventana al avistar el barco. Al cabo de unos días, el buque partía de nuevo con las prostitutas: también con gran parte del dinero que, en un negocio redondo, había pasado de las manos avaras a las temblorosas de los balleneros, y de estas de vuelta a las manos usureras del patrón. Te imaginas que una mínima parte quedaría en las últimas de las últimas: las manos de las prostitutas.
"El Chileno" era el nombre del buque del pagador.
Caminar por esta zona provoca una mezcla de fascinación e inquietud, una cierta reverencia por el trabajo durísimo de los que aquí vivieron (y perdieron la vida: el cementerio quedó sepultado en la última erupción: quedan dos cruces solitarias en un campo de piedra pómez). Fue en 1911 cuando una empresa ballenera noruega estableció por primera vez un asentamiento en la Isla Decepción. Era una planta para procesar las capturas y trasladar la materia prima hacia el norte consumidor. Veinte años duró el negocio y la empresa: lo que tardó en venirse abajo el precio del aceite de ballena.
Más tarde, 1944, en plena tensión guerrera, los británicos establecieron una base en la bahía, haciendo uso de algunos de los edificios abandonados por los noruegos. Oficialmente, la misión de la base fue "la meteorología y la operación de una pista aérea de apoyo a actividades de reconocimiento y a las otras bases británicas en la Península Antártica". La batalla por la Antártida estaba en su apogeo. Pero fue la propia isla la que rechazó al hombre, en las sucesivas
erupciones del 1967, 1968 y 1970. Desde aquél momento, Bahía Balleneros es un museo de la devastación, un catálogo de erosiones y derrumbamientos. En dos filas paralelas, los grandes depósitos de aceite, de diez metros de diámetro y altura se oxidan bajo la niebla.
Enormes tuberías en su base testimonian la circulación de litros y litros de aceite de ballena, calentado para que no solidificara. Tu voz se multiplica de una forma extraña en el interior del cilindro, suavemente iluminado por los agujeros en el techo.
(Junto a la playa, queda el testimonio de una estructura, también metálica y oxidada, que podría haber conducido el aceite hasta los buques noruegos. Pasas a su lado y, por entre los agujeros que el mar provocó en su chapa oyes un rugido. Te asomas para recibir el impacto de un nuevo sobresalto: un lobo marino se ha colado en el recinto que queda bajo el metal oxidado y te enseña los dientes gritando amenazador. Nunca un susto te hizo tanta gracia, ni fue motivo de tanta ilusión. Prosigues bordeando la playa.)
Más allá de los derruidos edificios de madera de la empresa, unas lanchas balleneras se descomponen cubiertas de líquenes. De unos ocho o diez metros de eslora, tienen una sóla abertura en cubierta. Una vez que los arpones habían sido clavados en el lomo del bicho, la escotilla era cerrada herméticamente con los hombres dentro. La lucha desbocada del cetáceo por sumergirse hacia el silencio del abismo azul era frenada por la boya de madera que formaba la lancha y sus tripulantes. La ballena claudicaba y, flotando, era acercada al buque para su despiece.
Aún más allá, un grupo de unos cien barriles de madera para el aceite, en su día colocados de pie, a ocho o diez por banda, yacen semienterrados en el piroclasto (la diabólica arena volcánica). Los hierros devorados por los sulfuros, y las duelas abiertas, formando hoy extrañas flores grises que emergen de la arena negra.
Finalmente, en el borde del cráter que es la isla, por encima de los barriles, hay un collado que llaman "la Ventana del Chileno". Una historia habla de que los integrantes de la base antártica chilena de Decepción huyeron por ese sitio durante la erupción del 1970. Otra cuenta que, cuando estaba la factoría ballenera en pleno trabajo, el buque que traía al pagador venía, una vez al mes, a repartir los sueldos de las 2000 personas que sufrían el crudo clima de la isla. Cuando se aproximaba la fecha, siempre había alguien asomado al collado para ver si el buque aparecía, para desear que apareciera. El pagador venía acompañado de una troupe de prostitutas, imaginas que mucho más esperadas que el dinero en un lugar en que éste no servía para gran cosa. Casi puedes sentir, entre los escombros de las casetas, la conmoción que recorría al asentamiento cuando alguien gritaba desde La Ventana al avistar el barco. Al cabo de unos días, el buque partía de nuevo con las prostitutas: también con gran parte del dinero que, en un negocio redondo, había pasado de las manos avaras a las temblorosas de los balleneros, y de estas de vuelta a las manos usureras del patrón. Te imaginas que una mínima parte quedaría en las últimas de las últimas: las manos de las prostitutas.
"El Chileno" era el nombre del buque del pagador.
domingo, 10 de febrero de 2008
Parte polar, 15: karaoke
"Informativo: esta noche, a partir de las veintiuna treinta, tendrá lugar un karaoke en la cámara de transporte. A todos los que acudan se les invitará a una copa."
Al principio, sólo la oficialidad se sienta alrededor de la televisión de gran tamaño que preside la sala. El comandante, el jefe de máquinas, el cuerpo médico, algún sargento y casi todos los oficiales. Dos micrófonos van cambiando de manos bajo la dirección de doña Carmen, oficial de suministro y en este momento gobernadora del portátil que impone sonido y letras a la fiesta. Sonido y casi no música, porque son versiones electrónicas de las canciones y suenan todas igual.
Los Centellas, Sabina, Sergio Dalma, Rafaella Carrá, Eros Ramazzotti, El Arrebato, Bisbal, y así una tras otra. Con el cambio de guardia de las once, doña Carmen (en el barco se usa el don para los oficiales, que tienen tu edad) abandona los mandos y el Comandante se retira ovacionado tras un bolero electrónico y graciosísimo.
Ahora el relevo lo empieza a tomar la marinería y sabes que estás entrando en las entrañas del buque, que esta gente llevan cuatro o cinco meses subidos en el Las Palmas, que aún les quedan por lo menos dos para volver a casa. A su otra casa. Ya hay quien se levanta del asiento: el alcohol va dando frutos en forma de sevillanas, de pasodobles con las científicas, que superan el trance con apuros. Es la Cabo Adela (la segunda de las tres mujeres a bordo) la que controla ahora el cotarro, hace rato ya que no suelta uno de los micrófonos y lo canta todo.
Gallegos, andaluces, asturianos. Afganistán, Kosovo, Serbia. Sus historias te impactan porque, mientras en casa tú te preguntabas acerca de aquellas "misiones de paz", ellos estaban ahí, en esas noticias que leías con indiferencia, las que la tele vomitaba y los políticos engullían para volcarlas de nuevo por el suelo del salón de tanta gente. Ponerle cara a ese ejército en esta forma, en este contexto tan ajeno a lo que creías que conocías, te cambia un poco.
Se hace tarde y van cambiando los turnos de guardia, se van renovando las caras pero las historias que cuentan o ves en ellas siguen siendo tremendas. Cansado, dejas atrás a esos tipos enormes en su diferencia, esa gente que viviendo en tu mismo mundo estaban al otro lado todo el tiempo sin que lo supieras tú. Duermes en el sollado de popa y estás aprendiendo tantas cosas.
Parte polar, 14
Sobre la base argentina Almirante Brown, hay una loma cubierta de nieve, frente a un glaciar gigantesco. Bahía Paraíso ha amanecido clara, los témpanos varados relucen ya sus aristas y hay focas leopardo encaramadas a algunos de ellos. Otros son grandes como campos de fútbol. Junto a uno de ellos divisas un barco. El turismo antártico. Hasta este lugar llegan al año cientos de buques turísticos que cambian varios miles de euros por diez días de blanco y azul desde las ventanillas de un camarote de lujo. El barco se acerca a los glaciares, todo el mundo toma la misma foto y se sirve centollo en el comedor principal antes del baile de gala.
Ahora toca bajar a tierra, y las zodiacs se acumulan en el amarradero de la base, repletas de gentes que huelen a dinero. Bajan poco a poco y de a poco se trepan a la nieve tras la base, guiados por tres o cuatro responsables de la empresa. Resulta un espectáculo inquietante verlos deslizarse sobre la nieve, una vez arriba, sobre una bolsa de basura. Se desvela un poco más el privilegio del que disfrutas. Sonríes y lo escribes.
Ahora toca bajar a tierra, y las zodiacs se acumulan en el amarradero de la base, repletas de gentes que huelen a dinero. Bajan poco a poco y de a poco se trepan a la nieve tras la base, guiados por tres o cuatro responsables de la empresa. Resulta un espectáculo inquietante verlos deslizarse sobre la nieve, una vez arriba, sobre una bolsa de basura. Se desvela un poco más el privilegio del que disfrutas. Sonríes y lo escribes.
viernes, 1 de febrero de 2008
Parte polar, 13: Bahía Paraíso
Cuando despiertas el buque está ya en marcha de nuevo. Hoy es el día en que cruzarás el Círculo Polar Antártico. Si todo va bien, a la noche estarás frente a Avian, la última de las islas que vas a visitar en busca de los pingüinos barbijos, adelias y papúas.
Pero llegas a la cámara de científicos y te encuentras al Comandante sentado en una de las sillas y te extraña. Está hablando con otro investigador, otra de las personas que navegan ilusionadas hacia abajo: saludas, te sientas. La conversación está terminando, el tono del Comandante es indudablemente de disculpa, de explicación. Comprendes que el buque ha invertido la marcha y vuelve al norte. Lo confirma luego el otro investigador: motivos logísticos, falta de tiempo en definitiva, han determinado que el viaje acaba aquí, que tendrás que conformarte a este lado del círculo imaginario que marcaron los hombres, el trazo en el mapa que parece agravar lo inhóspito del paisaje que ya muestran las escotillas. No pasarás el Círculo Polar Antártico, pero el viaje sigue, claro que sí.
Es distinto el barco ahora que no baja más. Huele peor, es más pequeño, más sucio y menos rápido. Pero sabes que sólo te han privado de una parte pequeña de un regalo enorme, así que no sufres y miras adelante, al próximo destino: Bahía Paraíso.
Allí llegáis ya por la tarde, y compruebas que el nombre hace justicia. Se hace evidente el tópico y casi no hay palabras que te sirvan para compartir la increíble belleza de este sitio. El mar en calma, sin viento ninguno, multiplica en reflejos especulares las montañas que caen en verticales cortes hasta la orilla, los glaciares que son cada valle, cada collado. La pátina del agua se extiende en todas direcciones hasta topar con la costa de hielo que se rompe y a veces cae en témpanos grandiosos. El sol de tarde contribuye de nuevo al espectáculo y las cumbres dudan, dividen su blanco entre amarillos lavados y el azul glaciar de siglos de agua apretados en cada veta.
En la bahía, una base chilena y otra argentina serán destino mañana del grupo de científicos. Esta noche, te dispones a dormir con el suavísimo vaivén del mar en calma. Hace días ya que no sabes nada de quienes te leen y ese vacío te pesa a veces con dureza. A lo único que alcanzas es a ponerlo por escrito y mirar las cosas que te rodean con tus ojos y los de esas personas que te forman más aún ahora que de cerca no te contienen. A eso y a la memoria esta que te aviva.
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