Imagina una playa. Ignora el agua, ahora no interesa. Centra tu imaginación, en cambio, en la arena: observa las franjas de pedruscos irregulares y puntiagudos que se extienden en franjas definidas, abarcando colores que dibujan el recuerdo de un volcán. Imagina la playa de una isla volcánica en forma de herradura. Imagina Decepción.
Mira, las piedras más livianas de esta playa son rocas redondas y esponjosas, volcánicas burbujas de piedra pómez de color café con leche. Se arraciman sobre la playa, petrificando un poco la ola que las trajo. Hay también negras obsidianas como oscuros meteoros, opacos desechos del vientre de la tierra. Además, piedras rojas, sólidas, marrones, amarillas, horadadadas, blancas o grises, desconocidas.
Imagina plumas entre las piedras. Sí, es cierto, hay plumas de gaviota y de esos otros pájaros pardos cuyo nombre por el momento ignoras. Pero las hay también de pingüino, plumas de pingüino en la playa de Decepción.
Justo entonces, imagina que oyes un grito a tu izquierda y que, cuando miras, ya ha salido del agua un ejemplar de pingüino barbijo que te mira brevemente. En realidad, te mira de pasada, y cómicamente se muestra como quien irrumpe en la habitación equivocada. Mira a un lado. Mira al otro. Mira atrás, al mar; da un pequeño paso. Mira a un lado. Inicia un movimiento de huida y se para. Exacto, eso es: vestido de frac, estaba convencido que, al salir del ascensor llegaría al salón del hotel en que se celebraba el homenaje a un importante pingüino, y sin embargo está en esta playa fría e inhóspita, donde para colmo alguien lo observa.
Mas no se deja intimidar. Disimula. Se recoloca unas plumas de aquí, de allá, se rasca bajo el ala, sacude la cabeza concienzudo y ahora parece hacer el papel de quien ya salió del mar a esta playa cientos de veces, miles. Indiferente, con sus hombros caídos, se pone a observar ahora el horizonte nevado, como considerando la cantidad de nieve caída este invierno aquí, o la larga pleamar de hoy. Te ignora sin piedad, pretende estar sólo en la playa, y, al cabo (tal vez cuando considera que ya no parece un inútil con frac en el rompeolas), da unos pasos hacia el agua.
Erguido, buscando con la cabeza el agua que apenas le cubre los pies, camina un trecho hacia dentro y se tumba queriendo nadar. Pero no, el agua no lo cubre todavía, brega un trecho con la panza contra las piedras y, por fin, alcanza la profundidad que le permite desaparecer, en una fracción de segundo, de tu vista.
Su aparatosa salida no contribuye a disminuir la carcajada que te rompe dentro y que te guardas.
Pero imagina que en la playa hay también, desperdigados, grandes huesos de ballena. Pon que caminas hacia una vértebra de un palmo de diámetro, blanca, desgastada, asomando entre las piedras. Piensas en el animal que la llevó por el mar en el pasado, imaginas su dimensión descomunal. En tus días en Decepción, visitarás lo que llaman Bahía Balleneros y oirás la historia. Tal vez muy pronto. Hoy, ya, duermes, descansas. Mañana veremos.
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