miércoles, 16 de enero de 2008
Cuarto parte polar: destino San Martín
Cerca de Plaza Italia, quieres volver a casa. Son largos los pasos de
hoy y duelen los pies de forma acorde. Preguntas por un bus, un
colectivo, que te deje en la Plaza San Martín, cerca de donde paras y
a unos 45 minutos a pie de donde te encuentras. "Tomá el 161. Pero
fijate que pase por Martelli, no por Florida. Es más rápido así."
Tras tres o cuatro buses de duda, consigues descifrar la confusa
cartelería y subes a uno. "¡Uno cuarenta" Te parece mucho, pero además
no tienes suelto más que un peso. Los conductores no dan cambio, ni se
enrollan, de modo que éste te hace bajar en la siguiente y buscas
cambio.
Tras más de media hora, ya te empieza a parecer que nunca vas a volver
a casa, y así se lo dices a la chica del kiosko que no te dio cambio
junto a la parada. Es una suerte que ya esté todo listo y que al final
de la calle aparezca el que te llevará a San Martín y al que ahora
subes.
Como está casi vacío eliges un asiento junto a la ventana y te
dispones a seguir el trayecto sobre el plano turístico, descifrando
los indicadores verticales de las encrucijadas. Cuando el viaje está
por salirse definitivamente del mapa por la esquina derecha, una
sombra de duda te asalta. Preguntas a una pareja, afirmando casi, si
el bus volverá pronto a entrar en el mapa, pues no te explicas una
vuelta tan larga para ir a la plaza San Martín. "Sí, no te preocupés,
volverá. Pero a San Martín te quedan fácil 45 minutos." No tienes
prisa, sonríes.
El caso es que conforme el viaje excede el dibujo del plano, el
paisaje indica que se está entrando, de veras, en la Argentina.
Quedaron atrás las limpias avenidas, las tiendas de lujo y lo moderno.
Por la Avenida del Cabildo se te ocurre que estás en uno de los muchos
Zaidines que rodean Buenos Aires. Tiendas apretadas, luminosos
agresivos, bares, pegatinas y cartelitos, fruterías, supermercados.
Pero también indios, mucha gente con la traza inconfundible de quien
puebla el Zaidín del mundo, de quien abajo sueña, cuando no trabaja,
con las compras que al de arriba cunden.
Y ya decides que algo no va bien en este trayecto, la sospecha de que
este bus no te lleva donde quieres ir se hace cada vez más incisiva.
Pero te lo han dicho, y te cabe la hipótesis de que este bus vaya y
vuelva a un arrabal, que te lo muestre y te trate bien, que te deje en
casa tras la película. Además no tienes prisa, y sabes que es ahora
cuando realmente estás viajando. Queda tarde larga aún por el verano,
en el peor de los casos tomarás luego el mismo bus de vuelta, el 161.
Por Martelli, claro.
Y junto a tí rostros exhaustos se duermen sobre el pecho, manos
cansadas y recias se entrelazan apenas entre las piernas. Es la tarde
y hay músculos y mentes que se distienden y olvidan: es la tarde y el
poniente ve abrirse la flor del sueño trabajado sobre el rudo vaivén
del anciano autocar. Fuera, de los ocho carriles de Av. Cabildo quedan
sólo dos en Sáenz Peña, y ya las casas muestran desconchones y
talleres mecánicos, pequeñas tiendecitas y carnicerías, niños sin
camiseta jugando al fútbol y árboles que crecen contrahechos junto a
las tapias. Hay abuelos morenos sentados en los trancos, y tienen en
la cara impreso el reflejo del autobús en el que vas: el reflejo mismo
de cada día, de muchos años.
Finalmente, llega la inútil confirmación de lo que todos en el bus ya
saben desde un principio. En el cartel oxidado de una papelería, y más
adelante de nuevo en el del mercado municipal, lees con media sonrisa
el rótulo "San Martín", y te llueve de inmediato la certeza: no es
sino al pueblo de San Martín que acabas de llegar.
Ahí lo tienes: ambos están dedicados al Libertador. La plaza con
bronce ecuestre y mármoles, con llama perpetua inclusive y dos
uniformados, y el pueblito de arrabal con idéntico nombre en que la
gente duerme luego del laburo en la capital federal. La una oficial,
buscando desesperadamente una dignidad que le es inalcanzable por lo
mismo, y el otro vivo, rebosando gentes dignas, pura argentinidad sin
pretensiones. Creo que sabes ya a por qué viniste.
Así, todo ya desvelado, sin nervio ni emoción ni riesgo alguno, bajas
del bus como el que aprende; preguntas sin más cómo volver como el que
sabe; vuelves a San Martín, plaza, en un tren que es otra historia y
te prometes compartir ésta sin saber si sabrás ponerle el trozo que
ahora saboreas y que ya es tuyo. Lo escribes.
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