Embarcas en la zodiac, que está abarloada en la proa del Las Palmas. A la orden del patrón, el proel larga amarras y justo en ese momento ¡mira! ¡allí! un lomo enorme sale del agua a unos diez metros del barco, una ballena, esta vez cerca. Negra, brillante, la piel del animal más grande se asoma al aire tres, cuatro veces más mientras se aleja la zodiac. Navegando hacia Orne (un pedrusco nevado frente a Isla Ronge) os despide mostrando la cola y, claro, quedáis de nuevo en aquello que decíamos, sin aliento.
Sólo que el aliento se queda dentro también por lo inmenso e irreal de la fotografía que te rodea. Divisas la costa, toda de glaciares, agujas, ventisqueros, lenguas de nieve, escarpados cerros negros, grises, rojos, esas formas retorcidas y afiladas. Hay partes que no ves, ocultas por grandes témpanos varados en la bahía que exponen sus azules lamidos, sus moles inmóviles y a la vez ingrávidas. No te cabe, no entra entre dos ojos tanta grandeza. Giras la cabeza aún otra vez y no hay descanso a tu asombro: los colores mutan sin cesar con las nubes móviles que filtran el sol, se altera la paleta interminable de reflejos de mar y hielo: las nubes sobre el mar y contra el hielo, el hielo contra el mar bajo las nubes, el mar, el mar.
Te alejas un poco de la pingüinera y tras el primer cerrito, en un nevero verdeado de algas entre lajas y pedregales, ves que duerme un bicho grande. Su cuerpo cilíndrico y lo que ves de las aletas mientras te acercas insinúa una foca o un lobo marino. Te sientes volver a los diez años, eres de nuevo aquella personita apasionada por la zoología que devoraba las láminas de libro tras libro, que pasaba horas observando insectos, que corría cuando en la calle aparecía una tienda de animales. Te deja aproximarte, cautamente y sin un ruido, a unos cinco metros y no mueve un músculo: duerme. En ese punto, te agarra un pellizco de respeto y miedo, das en pensar que igual una foca leopardo, que igual un despertar malhumorado, que quizá no te tema suficientemente. La piel que ves muestra manchas blancas sobre la capa gris que predomina, un bicho así, moteado y corriendo detrás tuya no es quizá lo que prefieras que ocurra en este islote a millas y millas de cualquier cosa.
No, retrocedes, vuelves y preguntas, sí, no, foca de Wedell, sí, foca cangrejera: respiras y retomas el acercamiento. Ya sin miedo, llegas a metro y medio del enorme mamífero, que te observa soñoliento y sin gana ninguna de moverse. Como una vaca con cara de perro, aletas de pez y bigotes de gato: ahora comprendes las descripciones de algunos animales que dieron los antiguos, que viendo no acreditaban, que no sabían, como tú no sabes, ubicar en tu mundo tal proeza increíble. Y no te acercas más porque respetas, porque amas de repente la forma en que te deja que te acerques. Porque comprendes su mirada perezosa, agradeces su paciencia y la abandonas en la nieve, al sol que luce ahora, en su descanso benévolo y confiado.