El día ha amanecido oscuro y con la nieve silenciosa que durante la noche se ha ido
acumulando en un manto leve y uniforme alrededor de la base Juan Carlos I, en la isla
Livingston. Ha seguido cayendo durante las primeras horas de la mañana hasta que, en
cuestión de cinco minutos, un frío vendaval sureño la ha sustituido, haciendo difícil
moverse fuera. El aire cortaba como afilada cuchilla y, frenético, se ha ocupado en
recolocar la nieve, quitándola de las zonas más expuestas y acumulándola a palmos en
cavidades y vaguadas.
Pero, cuando apenas ha terminado el rato de relax de después de la comida, el viento se
acaba como al cerrar una ventana y con él se lleva en un momento la gruesa capa de nubes
que últimamente cubría los cielos inmensos de Bahía Sur. Y así, haciéndote olvidar la
dura ventisca y el gris de la mañana, luce ahora un sol inolvidable que reverbera en las
colinas blancas y en los frentes glaciales que rodean la base. Volviendo de un rato
bueno de trabajo, te encuentras con otro investigador que, junto a un técnico de
montaña, va a aprovechar la calma para subir al monte Sofía. Con este sol, no te lo piensas.
Este cerro de 275 metros de altitud, domina la zona en que se emplaza la base y no por
casualidad lleva el nombre de la reina consorte. La subida se inicia por la parte de
atrás, donde los trabajos de remodelación que acabarán en una base nueva de aquí a unos
años son más evidentes. Abandonando la parte habitada, el camino serpentea por la ladera
refulgente. La nieve, por encima de las rodillas a veces, multiplica los reflejos del
sol amarillo y hace daño a los ojos por detrás de las gafas. Al hacer coincidir tus
pasos con las huellas profundas de los dos que te preceden, vas colmado en la dicha de
saber que estás haciendo justo lo que quieres, aquí, caminando en la nieve.
El cielo totalmente despejado, el sol, la silueta de los Frieslands (pura nata montada
hasta los 1800 metros de altitud), los charranes y págalos que se persiguen gritando y
el aire tan frío que parece nuevo —sin un aroma que narre su historia—, hacen de la
subida un momento inolvidable. Y una vez arriba, la cima es más luz y montañas, hielos y
mar, todo el sol poniente sobre la nieve suave y este poder fuerte que te transforma. Te
dejas invadir por esta energía azul y dura, y la retienes, te la llevas y eres otro
cuando, acabando la tarde, bajas.
Mañana llega el buque, te dicen, y empiezan así a terminarse tus días en la Antártida.
Te dispones a aprovechar los últimos.
acumulando en un manto leve y uniforme alrededor de la base Juan Carlos I, en la isla
Livingston. Ha seguido cayendo durante las primeras horas de la mañana hasta que, en
cuestión de cinco minutos, un frío vendaval sureño la ha sustituido, haciendo difícil
moverse fuera. El aire cortaba como afilada cuchilla y, frenético, se ha ocupado en
recolocar la nieve, quitándola de las zonas más expuestas y acumulándola a palmos en
cavidades y vaguadas.
Pero, cuando apenas ha terminado el rato de relax de después de la comida, el viento se
acaba como al cerrar una ventana y con él se lleva en un momento la gruesa capa de nubes
que últimamente cubría los cielos inmensos de Bahía Sur. Y así, haciéndote olvidar la
dura ventisca y el gris de la mañana, luce ahora un sol inolvidable que reverbera en las
colinas blancas y en los frentes glaciales que rodean la base. Volviendo de un rato
bueno de trabajo, te encuentras con otro investigador que, junto a un técnico de
montaña, va a aprovechar la calma para subir al monte Sofía. Con este sol, no te lo piensas.
Este cerro de 275 metros de altitud, domina la zona en que se emplaza la base y no por
casualidad lleva el nombre de la reina consorte. La subida se inicia por la parte de
atrás, donde los trabajos de remodelación que acabarán en una base nueva de aquí a unos
años son más evidentes. Abandonando la parte habitada, el camino serpentea por la ladera
refulgente. La nieve, por encima de las rodillas a veces, multiplica los reflejos del
sol amarillo y hace daño a los ojos por detrás de las gafas. Al hacer coincidir tus
pasos con las huellas profundas de los dos que te preceden, vas colmado en la dicha de
saber que estás haciendo justo lo que quieres, aquí, caminando en la nieve.
El cielo totalmente despejado, el sol, la silueta de los Frieslands (pura nata montada
hasta los 1800 metros de altitud), los charranes y págalos que se persiguen gritando y
el aire tan frío que parece nuevo —sin un aroma que narre su historia—, hacen de la
subida un momento inolvidable. Y una vez arriba, la cima es más luz y montañas, hielos y
mar, todo el sol poniente sobre la nieve suave y este poder fuerte que te transforma. Te
dejas invadir por esta energía azul y dura, y la retienes, te la llevas y eres otro
cuando, acabando la tarde, bajas.
Mañana llega el buque, te dicen, y empiezan así a terminarse tus días en la Antártida.
Te dispones a aprovechar los últimos.
3 comentarios:
Se nota que te gusta más subir la montaña que estar arriba!
Bueno, ya está bien... tendrás que venirte pa'cá que se te echa de menos y creo que hemos respetado suficiente tu estancia en el polo, ¿no?
Eso, eso! Que se venga...
Y traete un poco de ese solecito de invierno p'acá...sí?
Bello poema en prosa, tan luminoso como esa luz de la Antartida.Feliz viaje a casa. Expresiones
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