En tus primeros días en el barco (ya lo contaste), parásteis en Bahía Maxwell, donde se daba la mayor aglomeración de bases antárticas de todo el continente. Hoy, puesto que el avión no ha salido por falta de visibilidad, te ves de nuevo en el barco, fondeado en la bahía. Sin nada que hacer, surge una visita a tierra junto a un fotógrafo amigo y su descomunal teleobjetivo.
Os dejan en la playa, y mientras la oficial "de protocolo" marcha a ejercer repartiendo cuadros conmemorativos y botellas de vino, contemplas la pequeña ciudad que es esta base, mitad chilena y mitad rusa. Decenas de módulos y edificios de madera se extienden a partir de la playa, en un desorden evidente y sucio. Calles: el espacio que queda entre los módulos alineados no puede definirse de otra manera, en esta base antártica hay calles.
Tomáis en dirección a la famosa ermita ortodoxa rusa, de la que ya habías oído hablar en alguna ocasión. Se alza en una colina, cruzando la carretera que demarca la frontera entre Chile y Rusia, pues aquí estos dos países resultan ser vecinos. La zona rusa es más modesta, tiene más el aspecto de una base científica. Alcanzando ya la colina, puedes ver que la ermita es efectivamente curiosa. Hecha íntegramente en madera y sin clavos, con grandes troncos cruzados en sus esquinas, y tres minúsculas cúpulas puntiagudas, coronada la mayor por una cruz con tres crucetas.
Sofroniy debe ser el único párroco ortodoxo de este continente. Tiene tu edad y hace chirriar las pocas frases que en castellano sabe poniendo en ello toda su alma y el interés de un escolar ante un examen importante. Se atranca, retrocede, se habla a sí mismo musitando en ruso, encuentra al fin la raíz de la palabra que busca y, tras un par de tentativas, acaba conjugándola de la forma más insospechada y absurda. La buena voluntad del auditorio pone el resto, y consigues entender que la iglesia fue construida en 2004 ("dos mil años y cuatro"), que admiten católicos en sus ritos y que está abierta el sábado y el domingo a unas horas que olvidas inmediatamente por inútiles, ya que esperas salir de aquí pronto. También dice algo del aniversario, que debe ser por estas fechas, y, como excusándose, trepa una escala que da a la torrecita de la iglesia. Los faldones de su negra sotana (sobre la que gasta un forro polar azul) desaparecen por la trampilla. Al momento, una melodía de campanas invade la pequeña iglesia y se expande por la playa, entre los módulos y más allá, sobre el hielo y el agua helada de la Antártida.
Cuando alcanzas el piso superior, lo que ves te transporta muy lejos. Sofroniy toca simultáneamente seis campanas con inscripciones cirílicas mediante un sistema de cordeles. La mano derecha golpea una cuerda que acciona simultáneamente el sonido de dos campanas pequeñas, las más agudas, clinclín, clinclín. La mano izquierda dispone de tres cuerdas horizontales, que hacen sonar tres campanas medianas a tres tonos distintos, tin, tan, ton. El bordón, una campana de unos cuarenta centímetros de diámetro y voz grave y penetrante, es accionada por el sacerdote con el pie, mediante una cuerda con estribo. El resultado es una música de matiz oriental y místico, sobria y repetitiva, inesperada.
Marcháis de la iglesia obsequiados con un pequeño icono de marco plástico plateado, y, tras fotografiar un farolillo junto a las siglas CCCP en una pared de la base rusa, volvéis a cruzar la frontera y os internáis en Villa Las Estrellas ("47 habitantes" reza el cartel). El afán soberanista de los chilenos hace que este lugar tenga consideración de pueblo y que vivan en él un puñado de familias, niños incluídos, que disponen de escuela y estafeta de correos. La iglesia católica es bastante más grande que la otra, con dos filas de bancos de madera, aunque su aspecto exterior, azul y amarillo, recuerda una decrépita caseta de feria ambulante.
De ahí, con permiso del comandante, os dáis un paseo hasta la Gran Muralla, como se conoce a la base china Cheng Chang, que queda a unos dos kilómetros. Tras un rato de camino, unas piedras grabadas con rojos ideogramas te dan la bienvenida a este otro mundo dentro del extraño mundo que es este continente. Edificios de tres o cuatro plantas, una esfera de comunicaciones de cinco metros de diámetro y trabajos de profunda remodelación es lo que te encuentras en esta base. Grandes excavadoras, un par de camiones-grúa, movimiento de tierras, viejos edificios descascarillándose oxidados, un muelle de cemento... Te preguntas cómo piensan los chinos que cumplen con el Tratado Antártico, especialmente en el punto que dice que cualquier instalación debe ser transitoria y poder ser retirada sin dejar rastros de su presencia.
Os coláis en el edificio principal, cuyo comedor está decorado con guirnaldas y farolillos. Cuando os descubren, alguien que dice ser el médico de la base os explica que acaban de celebrar el año nuevo chino. Cortés pero poco entusiasmando, os invita a un café en polvo, os hace pasar a la tienda de souvenirs y agota la conversación hasta que os dáis por vencidos y salís, sin probar la comida antártica china, a esperar la zodiac que os recoge y os devuelve al barco.
Tal vez mañana se levante la niebla y podáis por fin salir de aquí.